BURLESCA: LA REITERACIÓN DE LA PIEL COMO MEMORIA DE FUTURO

Por: Fernando Vargas Valencia

La poesía suele presentarse como la reiteración de algo olvidado, de algo que se supone apenas nuestro. Es ya célebre la frase de E. Evtushenko según la cual  "para ser poeta, amigo, no basta con saber escribir poemas: hay que ser capaz de defenderlos". Burlesca, primer poemario de la portorriqueña Iris Alejandra Maldonado, en su edición por Aguadulce (Puerto Rico, 2014), como todo primer libro, se debate entre las profundas ansiedades de la poesía como respiración y la promesa de defender los resquicios poéticos de lo cotidiano como desgarramiento.

Precisamente, en uno de los poemas escritos (y aún por ser defendidos) en Burlesca se hace una alusión a Auschwitz, donde la circunstancia de la banalidad del mal se desliza por una memoria gruesa que involucra el dolor de los amores rotos, como  parte del canto en la violencia cotidiana de lo que urge de rostro. A propósito de la memoria de Auschwitz, Primo Levy afirmaba al sobreviviente del holocausto como mal testigo, en tanto emisario de un testimonio empático, efusivo y ebrio de las posibilidades de interpelar al otro mediante la dignidad de su sufrimiento.

Al parecer, Burlesca se expresa como un libro que reafirma la dignidad de lo sobreviviente, en su euforia por transfigurar el dolor en independencia y dignidad, y puede asemejarse al testimonio de ese testigo marginal de lo propio que también alude a un Levy testarudo en la reafirmación poética del otro en cuanto sujeto (que no objeto) de emociones eminentes.

En Burlesca, sufrimiento y placer son improntas poéticas de un libro que re-semantiza el significado de la cicatriz por cuanto sólo una caricia violenta que deje improntas en la piel puede ser transfigurada en poema-promesa de varias noches que son la misma y donde el cuerpo es la celebración de la claridad,  de la luz que la herida no opaca, por ser la metáfora de lo vital.

Atribuirle un alcance poético a la cicatriz es tatuar en la memoria la belleza de la promesa, como aquellos y aquellas que deciden cicatrizarse figuras en los brazos para recordar la alucinación de lo que respira. Dignidad de lo quebradizo, cuando Burlesca celebra el éxtasis del propio cuerpo, está negando la desaparición del otro para anunciar su reencarnación en tanto promesa de vitalidad que solo la cicatriz atestigua. Los grandes filósofos del sufrimiento humano, como Ricoeur, han dicho que es precisamente la promesa, basada en la memoria, la principal condición de posibilidad para el perdón de lo difícil, y por ende, para transcender del desgarramiento moral a la memoria combativa.

Pero antes que perdonar el desgarramiento, Burlesca nos dice que es preciso ejercer una defensa de lo herido para erigirlo en canto de belleza y esplendor. Se me ocurre asociar algunos de los versos de Burlesca con sucesos de la violencia estructural colombiana. Al tiempo que en Colombia, por ejemplo, las fuerzas sanguinarias paramilitares, especialmente las que se encontraban al mando de alias Mellizo en Arauca, solían ensañarse con el rostro de las mujeres que, luego de ser violentadas sexualmente, eran torturadas o asesinadas mediante multitud de golpes o disparos de metralla alrededor de sus caras, se me ocurre pensar en las mujeres sobrevivientes que con dignidad contribuyen a su propia re-significación, ya no por la conciencia del dolor, sino por la memoria de su rostro-voz femenina cuya afirmación es la negación de la atrocidad marcial y proto-castrense del paramilitarismo colombiano.

De hecho, la voz radicalmente femenina de Burlesca¸ en este caso, y en un contexto como el enunciado, se manifiesta como una lección política para el machismo de turno puesto que reafirma la dignidad del rostro/cuerpo de la mujer, que puede guardar un sospechoso silencio pero que al mirar, coloca en entredicho, y hasta en ridículo, la violencia masculinizada del silenciamiento.  Burlesca, figuración nocturna de una mujer vestida de encajes y dueña de sí misma, suena a la inauguración de un rostro a través de la promesa de la poesía. Los y las sin-rostro recuperan la voz en la defensa de la memoria gracias a una poesía despreocupada de discusiones esteticistas. En este caso, “la memoria es lo opuesto al olvido y el silencio es más fuerte que la muerte”, como sostiene la cubana Mirta Fernández en su Canto de Negritud.

Ojalá Burlesca se vea incorporada a un movimiento más amplio de poesía escrita para ser susurrada en la noche profunda, porque es la noche el territorio de la memoria como necesidad vital. Este ojalá que gira en torno a todo lo que de promesa tienen los libros primeros de las y los poetas, supone la esperanza en que este poemario editado por la interesante editorial artesanal Aguadulce, no sea simplemente una auto-defensa (palabra tan marchita y anti-poética en contextos como el colombiano o el mexicano) y sea recibido por sus lectores y lectoras también como la justicia poética de una voz autónoma y de una memoria donde la laceración revele el secreto de nuestra frágil condición humana, colmada de placeres, dolores, inconsistencias y anatemas. Una poética donde la fragilidad de la poesía nos recuerde que es allí donde está su resistencia y su defensa: en la nombradía de las heridas como sutileza de quienes saben algo del futuro en los desangramientos.

Libro: Burlesca.
Autor: Iris Alejandra Maldonado.
Editorial: Ediciones Agualduce.
Género: Poesía.

Año: 2014.

USSA: UN TRATADO DE MISOGINIA REVOLUCIONARIA

Por: Fernando Vargas Valencia


El Canto II del Altazor de Vicente Huidobro funda una teoría nuestramericana de lo femenino. Se trata de la epopeya de “la triste noctámbula” que oficia como “dadora de infinito”. Se trata de aquella que pudo ser ciega pero no lo fue y guarda el vestigio de su imposibilidad en el tamaño de sus manos, elemento de lágrima que rueda hacia dentro.

Una sensación análoga de fundación poética de una versión radical de lo femenino se percibe entre las líneas de USSA, poemario de Benjamin Morales (México D.F., 1984), autor conocido que lo firma como Benjamín Eliezer. Como en el Canto mencionado del gran Altazor, la presencia de las mujeres en el verso de Benjamín Eliezer (Morales) va delineando una suerte de geopolítica de Repúblicas aéreas que irrita la imagen poética con la terquedad de la ironía: “en la punta/ las ciudades/ ya no son del hombre,/ no son de Dios,/ son del aire/ que lo desprecia todo”.

No puede haber una forma de unanimidad en el universo femenino, porque cada mujer es la representación y el símbolo de cierto estado del alma o cierta situación histórica. Pero tampoco pueden separarse fácilmente las subjetividades de la amalgama que vienen siendo todas las mujeres: la mujer.  Creo que la situación paradójica en la que se encuentra el que se acerca al universo femenino, incluso aquel que se presta de dicho acercamiento como metáfora o como excusa para denunciar contradicciones que están a la base de la época en la que el poeta sueña anacronismos, es la razón de ser de cierta conciencia posible de la misoginia, no entendida ésta como burdo desprecio hacia lo femenino, sino como re-semantización libertaria de lo que significa en verdad ser mujer.

USSA está gritando  la contradicción de un estado de la historia, un ritmo diacrónico que se desprende de la imagen del mundo resumida en la de “un muro de cerdos que gritan la ternura de su carne”. Para ello, el Imperio se llama Grace Kelly, Dolly Parton, Condoleezza Rice, pero también es la voz agujereada de Nina Simone, la mirada taciturna de Norma Jean o la duda metódica sobre el silencio de Dios de una Susan Sontag. El imperio que retuerce el cuello de los poetas para obligarlos a decir: “nación sorda nación muerta sobre huesos rojos, crestas y cantos al desierto de rocas, piedras vivas, ciudades tranquilas que hemos visto en el magnífico silencio de sus rutas lejos de este fin de tierra”.

Se trata del cuerpo desnudo de un imperio que también es la promesa de un gran país libertario, como lo soñaba la embriaguez de Withman. Urdimbre multiforme de un mar hecho de cuerpos de mujeres, amontonados y yuxtapuestos, “un mundo fundado entre migajas, ciudades infinitas con venas negras entre montes, lagos fríos, bosques, ríos de cobre”. Se trata del Mississipi, padre de las aguas que desemboca en el Caribe, hundido en sí mismo, el río antiheraclitano en el que los ahogados apuran la ceniza para jugar al espejo quebrado de los horizontes. Se trata de la Femme fatale que soldados maltrechos y drogados aman desesperadamente, como sólo “se ama a la peor de las catástrofes”.

Podría pensarse que las alusiones pseudo-femeninas que pronuncia la voz fálica a lo largo de la torpe modernidad, son desboronadas por la poesía de Benjamín como una estatua de sal que nació muerta en medio del desierto de los decapitados. Hay entonces un tratado de misoginia revolucionaria detrás de USSA, donde las falsas virilidades de LA democracia, LA sociedad, LA patria, son sustituidas por la erotomanía del consumidor de cuerpos derrochados, por los lugares desheredados de la piel, por el que supone “los enormes prados de un mundo enfurecido”.

Los largos y briosos poemas de USSA son ríos desplomados que transmiten la metáfora del juego circular de la vieja y siempre nueva USA, consistente en imponer la versión más superficial de la libertad, con lo cual padece la paradoja del libertino sadeano o del vampiro eslavo: al ambicionar la máxima expresión de la vitalidad del otro, obtiene la anulación total, un cadáver. Esto quiere decir que la Gran Democracia, la ceremoniosa Sociedad Moderna, la perfecta Nación Soberana, sólo son posibles si se suicidan. Son el reino de lo inestable,  son el cálculo sobre lo inconmensurable, son la torpe ilusión de aprehender lo incomprensible “esperando el aplauso/ de los cuerpos escopetados”

Búsqueda de la otra mujer, la campesina, la revolucionaria, la poética, la dadora de infinito, la del Altazor ebrio de trementina y de universo, USSA de Benjamin Eliezer consume la medida de su tiempo en el verso categórico, casi que imperativo, a la manera del versículo. Funda una nación que se derrama en círculos y que esconde cierta afición exiliada del que ha asumido que su patria, es la mujer amada. El mar y el fuego, que son uno y son tantos, en el nombre del (otro) nombre, del nombre, y del (otro) mundo en su nombre.

Libro: USSA.
Autor: Benjamin Eliézer (Benjamín Morales).
Editorial: Editorial Malpaís (México).
Género: Poesía.

Año: 2009.

KABANGA: HALLANDO LA BELLEZA EN LOS CAMINOS DEL EXCESO

Por: Fernando Vargas Valencia

Recorro las páginas de Kabanga, poemario del escritor costarricense Adriano Corrales (San Carlos, 1958) meciéndome en la hamaca que una hermana arhuaca decidió ofrecerme para pernoctar en su resguardo ubicado en el camino hacia la Sierra Nevada de Santa Marta, un lugar poético llamado Umuriwum. De repente, supongo que el o la Kabanga a la que le habla el poeta Corrales, es un territorio concreto, un espacio que en sí mismo tiene vida, subjetividad, sabiduría y belleza.



Comparando el lugar en el que me encuentro con la ciudad en la que sobrevivo y de la mano de las sensualidades brumosas que ofrece la pluma de Adriano Corrales, me llega la imagen poética según la cual es posible una instancia, llamemos así a un instante o a un territorio, en la que la vida se exprese erótica y libremente. Corrales avanza en el desplome matinal del tacto en el país de las mujeres visitadas y nos dice con toda felicidad que la mujer amada, la finalmente elegida, es “la que permite el avance por la curda floja entre los planos oblicuos donde se cuela el capital con todos sus demontres”.

Esa transferencia de lo sexual a lo geográfico, no es puramente semántica, es un llamado a trascender de lo particular a lo general, del lecho de amor al ágora. Esta reversión de los lenguajes lleva en sí misma la posibilidad de revelar la elevación del Eros a su máxima expresión social: la reivindicación del otro como territorio de posibilidades infinitas. Es por ello que entiendo en el libro de Adriano Corrales, una búsqueda de síntesis, o mejor, una obra de filigrana que se esfuerza por acercar lo aparentemente distante, entre el erotismo individual y onanista de la sexualidad capitalista y el avance hacia una imploración crítica, poética y subversiva, por cambiar la realidad hacia una pansexualidad libertaria.

La poesía asume entonces el papel del retorno a lo más elemental, lo más sagrado y lo más amado, que en la visión del poeta tiene naturaleza femenina a la que sólo es posible acceder, como a la belleza, a través de los caminos del exceso. Corrales nos dice que siempre volveremos a la mujer amada donde la unidad prevalece, a su “insatisfecho paraíso donde nacemos y vamos a morir, y renacemos en el cielo de las estaciones”, pero páginas más adelante también canta que “los incendiarios de llanuras, selvas, desiertos, ciudades y favelas, nos satelitizan”.

En ambas imágenes percibo un propósito común: revelar la hermenéutica de un mundo anti-erótico que persigue de la misma manera el encuentro sexual de dos o más seres que se aman y desean descomunalmente, y las hordas libertarias que protestan y exigen una vida más justa. Porque en ambas expresiones hay profundo erotismo y se reivindica el sentido orgíastico de lo social, es que el thanatos persigue y somete la voluptuosidad del amor y de la revolución a sus aberraciones.

El capital, que en palabras de Adriano Corrales es el no-lugar que nos obliga a “refugiarnos en la arquiteclocura del simulacro, en el horror del puñal y el disparo, en la cadena televisiva de una muerte a plazos”, entra en contradicción profunda con las relaciones armoniosas y equilibradas entre seres humanos, entre éstos y la naturaleza y entre estos tres y la cultura, en ese orden de cosas, es la antípoda del erotismo como totalidad transformadora, como equilibrio posible.

Hay entonces un juego revolucionario en las dicciones del poeta cuando juega a ser el lugarteniente de la posibilidad transformadora de lo anti-erótico de las relaciones entre sujetos sociales, como alguna vez lo mencionó Theodor W. Adorno (el filósofo de Frankfurt, no el gato de Cortázar), por cuanto el arte busca el sujeto total. Hombre y mujer total y sin dividir que logran extirpar el destino de la ciega soledad individual, que es como se moldean: la forma social de la belleza y la imagen poética de la sabiduría para el recto vivir de la humanidad, según Adorno.

El erotismo sería entonces la expresión cultural de las más elementales, profundas y hermosas pulsiones vitales. Es el juego del enmascaramiento y la desnudez en un ciclo de aliteraciones. Es un bucle grácil que el poeta sueña en un territorio que llama Kabanga y que también tiene el nombre indígena de territorios vedados para el capital, donde se puede ser feliz en una hamaca, evocar a la mujer amada en la desnudes de la noche mecida y donde no es posible alimentar la pulsión racionalizada, la música de los misterios, sin la presencia del otro total, síntesis de la fiesta de lo indivisible. Por ello Adriano Corrales nos dice que “cuando el bailarín se transmuta en danza/ y la danza en música/ los tres en un solo verbo/ imagen indivisible/ es el relámpago/el misterio/ el encanto/ primigenio de la sabiduría”.

Libro: Kabanga.
Autor: Adriano Corrales.
Editorial: Arboleda Ediciones.
Género: Poesía.
Año: 2008.

LOS REENCUENTROS: UN ESTADO DEL ARTE SOBRE LA MEMORIA POÉTICA

Por: Fernando Vargas Valencia

De un tiempo para acá, he considerado que la expresión “memoria poética” es en el fondo una redundancia, algo así como “memoria memoriosa” o “poesía poética”. Existen ciertos libros que se erigen en auténticos estados del arte, designios o batallas de la estricta coherencia entre lo que llamamos memoria y lo que se cree que es la auténtica poesía.

Algo parecido sucede con Los reencuentros de Pedro Manuel Rincón Pabón, más conocido en Colombia como Peman-R, un literal quijote de la memoria poética, de la sutil redundancia del recuerdo eminente anclado en la insistencia o rítmica testarudez del verso elaborado a la manera de los alquimistas, a saber, a través de una lucha categórica, incluso a muerte, con la quintaesencia de las palabras, con la promesa de inmortalidad que se le escapa de los dedos al alfarero del verso. De allí que en Los reencuentros se lea que “en tumulto los siglos se resignan/ a extraviar su recuerdo en mi memoria”.

Los reencuentros, como toda buena antología, es un viaje hacia el pasado de la obra del autor, pero en el caso de Peman-R nos encontramos fácilmente con un salto de tigre hacia el futuro como el que gustaba dibujar y repujar Walter Benjamin en sus escritos sobre Baudelaire, la memoria y la historia del capitalismo. No otra cosa afirma el poeta cuando susurra: “Sé del farol/ que un poco atrás de la memoria piensa/  su inútil conspiración contra las sombras/ en las que esculpo en silencio/ la desnuda aparición del presagio”.

El poeta-tigre, se juega la vida en el salto, y como afirma insistentemente el poeta colombiano Darién Giraldo, citando a Claudel, la caída del poeta sobre la ignominia del olvido, sobre la negación del pasado, es también su forma de volar. El poeta vuela no sobre lo obvio, lo publicitado, lo repetitiva y ampliamente secundado por el poder y sus lenguajes colmados de violencias metafóricas y contingentes, sino sobre lo negado, lo suprimido, lo explotado, lo ignorado.

De allí que las bases metafóricas del libro (si es que así se pudiera llamar a los epígrafes inspiradores de los poetas que saben que su obra no es más que el eslabón de una inmensa cadena de hipertextualidad que le pertenece a la historia y al lenguaje), sean la idea de Humberto Eco según la cual, cada época tiene el propio sentido de la poesía y la imago de Baudelaire para quien hay que llegar por fin al fondo/ de lo ignorado en busca de algo nuevo.

Los reencuentros saben cómo elevar a la más profunda cosmogonía, lo ignorado, lo prófugo, lo que se despereza en la oscuridad. A pesar de que muchos de los poemas de Peman-R incluidos en Los reencuentros nacen en épocas donde sería fácil y hasta plausible serlo, su autor se niega a pasar por el dandy parroquial tan característico de la poesía altamente publicitada (si es que la hay) del siglo XX en Colombia y se niega a jugar a las evasiones.

Esta relación entre la búsqueda de la afirmación de la realidad en la negación de lo evasivo, se encuentra vinculada con el propósito del poeta, sutil y contundente a la vez, de construir una metáfora capaz de evocar la plenitud del silencio en lo más abismal del ruido contemporáneo.

Esta metáfora es una búsqueda de lo ausente, una obsesión por la presencia de lo diluido por el tiempo, una obstinación por mostrar que el signo de las existencias se encuentra atravesado por la ausencia de quietud, por el destierro, por la sensación de que no hay continuidades en las narrativas existenciales de los seres sino interregnos fugaces de vitalidad. Una nostalgia no contemplativa que en algunos casos lleva a la rabia hermafrodita, a la síntesis erótica de la contradicción de lo exterior representada en la resistencia de los testigos de atrocidades secretas, que llegan a las ciudades que se suponen indemnes a la violencia desesperada de la radical otredad.


Allí es donde veo una suerte de museo vivo de sensaciones que la poética de Peman-R arraiga a la memoria. Los poemas de Los reencuentros afirman una memoria comunicativa estructurada en genealogías, muchas de ellas inventadas o alucinadas por el poeta que ve la belleza en el harapo y en la paradoja, y a la vez, una memoria cultural sostenida por un mito que es necesario conjurar, desentrañar y transformar en un país de fantasmas que carcome el olvido, como es Colombia. De allí que el poeta pueda fundar una memoria combativa cuando grita: “los que quisieron quedarse ya están muertos/ como un bloque de piedra cuya estatua/ no fue por cuenta de la rabia”.


Libro: Los Reencuentros.
Autor: Pedro Manuel Rincón Pabón.
Editorial: Caza de Libros.
Género: Poesía.

Año: 2011.

CONFESIONES DE UN POETA EN UNA CIUDAD QUE ODIA: LA ORFANDAD EXIGE SU RACIÓN DE MUERTE

Por: Fernando Vargas Valencia

Un niño es el hacedor del crepúsculo. Con él, nace y muere la historia de una ciudad atravesada en el corazón del mar, como un barco paquidérmico. Ese mismo niño es la conciencia de nuestras precariedades: su pobreza, su hambre de hartazgo, la terrible verticalidad de sus monstruos, son el signo de nuestro tiempo. El más indefenso de los seres pero a la vez el más libre de los “ciudadanos”, es un duende mendigo que padece los laberintos ensangrentados, los muros atiborrados de sombras que erigen la ciudad como un embrujo.



David C. Róbinson (docente, escritor y amigo panameño) dice que es un poeta que quiere entrar en huelga. Señala con toda transparencia, con ahínco, con sinceridad, que si bien ser poeta es un raro privilegio, el mismo de “quien acepta el deber de cantar las profecías”, no vale la pena la poesía si está atiborrada de decorados, de incipientes y vacíos ornamentos que ocultan la realidad monstruosa de las capitales de la rabia, las raras geografías de los edificios que a medida que se acercan a la otredad de lo claroscuro, a las ambigüedades de la pobreza, a los paraísos perdidos de la exclusión, a las periferias radicales, se van convirtiendo en viejas ruinas de un tiempo que aún no llega, en mausoleos verticales donde el grito de los niños que rompen los vidrios de las oficinas, es el sacrilegio cotidiano.

Panamá está dividida en dos, y los muros invisibles de las clases sociales, del confort de la supuesta estabilidad versus los refugios improvisados de lo transitorio, recuerdan la relación casi mágica entre las olas del mar y las arenas de la playa, un roce permanente, una suerte de bocanada de caricias que terminan por lacerar la piel y los dedos que la tocan. Esa ola llega con vestigios de un barco ebrio, y el poeta puede cantar a los vidrios rotos que se enredan en el agua, a la putrefacción del ego, a la contradicción del ciudadano común que apenas atina a sonreír ante la presencia fantasmal de aquellos seres que viven la calle, que inventan la calle, que derrochan su orfandad bajo el cielo protector.

El poeta en huelga no le apuesta a la opción mimética de la sonrisa burguesa, busca la belleza en una sonrisa cuyos dientes están rotos y afilados, la sonrisa de unos labios lacerados por la sal de la lágrima, por la sangre de la trompada y por el alcohol del hambre. Es así que el hecho poético es la última de las historias posibles, la imagen desatada del asombro. La dignidad de la poesía radica en anunciar la realidad de lo desaparecido, de lo suprimido y de lo ignorado, en profetizar los golpes de relación entre las historias que supuestamente no pueden tocarse, que no tienen ninguna posibilidad de ser luz bajo el lente de la señora seriedad.

El poeta en una ciudad que odia nos habla a través de su niñez a la que se niega a renunciar no sólo por testarudez sino también por miedo. La sinceridad de ciertas poéticas permite que las palabras sean la confesión de que cada día somos más torpes y más pobres, más derrotados y desterrados, menos libres. Hemos perdido lo poco que nos queda de inocencia y ese barco paquidérmico en el que hemos agolpado nuestras sombras, es también el vacío y el vértigo, ciudad que parece odiar a los niños.

Pero la dignidad de la poesía que así se desnuda frente a su lector consiste en ser una promesa, en transmitir la sensación de que reconocer nuestras precariedades es el primer paso para soñar la más libertaria de las raíces, para retomar lo que siempre ha sido nuestro, para asumir la intuición de que lo más oscuro de la noche es la conciencia posible de la claridad del día. Es por ello que David C. Robinson pone en boca de un pequeño crepusculero llamado Joaquín, el conjuro según el cual “al perdedor sólo le queda la revancha”.


Libro: Confesiones de un poeta en una ciudad que odia.
Autor: David C. Róbinson O.
Editorial: Casa de las Orquídeas.
Género: Poesía.

Año: 2009.

HILOS DE COCUIZA: MÁS ALLÁ DE LAS ESTATUAS DE SAL

Por: Fernando Vargas Valencia


Existe un espacio concreto de la actual poesía nuestramericana que asume el quehacer literario como una auténtica expresión de la resistencia, en concreto, de la cultural. El mestizaje creador que aporta nuestra cultura a la de la humanidad entera, además de ser una promesa, es también una invitación al mundo de occidente a revelarse contra las afirmaciones demasiado explícitas o demasiado soterradas de un mundo sin posibilidad de cambio. Al lugar atiborrado de grafismos rotos por el hambre y la desesperación, Latinoamérica enfrenta una poética claramente definida que invoca cierto pasado supra-histórico en el que la imagen es, como diría José Lezama Lima, la última de las historias posibles.

Norys Saavedra Sánchez (Barquisimeto, 1972) no puede negar la herencia indígena y radical de sus padres y abuelos. Ella les habla al oído a los muertos no como tales, sino en un espacio mítico habitado por sus sombras tutelares, por sus presencias que no se dejan medir por el tiempo. La inmortalidad consiste en lograr la suspensión de los relojes, en que el olvido del tiempo nos permita ser contemporáneos de todas las épocas, de los retornos eternos de las vitalidades como sucede en las mojadas vértebras del naranjo.

Es ello lo que puede desprenderse de la metáfora mítica que nos ofrece Norys Saavedra entre los Hilos de la cocuiza que las manos sabias de su bisabuela hilaban para forjar la urdimbre que le da sentido e identidad a su nacimiento. De repente pienso en la imagen de la bisabuela Bartola y llega la voz del cantautor colombiano Fernando Cely cuando susurra su canción Manos, en la que la imagen de su padre se fusiona con la de Bartola para enseñarnos algo contundente y que es una analogía permanente de nuestros mayores: las manos de artesanas y artesanos, poetas y poetizas que trasegaron las luchas de la memoria, son guías de lo por-venir.

La poesía de Norys Saavedra, escrita entre 1998 y 2008 y recogida en una bella edición de la también mítica editorial Monte Ávila editores, con un impecable y sincero prólogo del maestro venezolano Luis Alberto Crespo, guarda la esencia del mestizaje con la que fue parida, con una expresión femenina atonal que nos recuerda las luchas de nuestras mujeres más amadas, como Anacaona, por sólo dar un nombre perfumado, una de aquellas mujeres largos ríos en sus cabezas riachuelos misteriosos. Considero que una de las dificultades de la poesía consiste en que el lenguaje trascienda la voz femenina hacía expresiones que no la confundan con los lugares comunes del falo-centrismo occidental, para lograr con ello que se sitúe en el lugar de las mitologías más amadas. En Europa, lograr una poética de tal fuerza ha sido difícil, precisamente por el patriarcado poético que marca el mundo coral de la cultura dominante.

Sin embargo, creo que Latinoamérica ha dado voces contundentes que elevando resistencias y dignidades, delinean la medida de la mujer mítica de la que habla el Altazor de Huidobro o La Mujer Habitada de Gioconda Belli.  Un buen ejemplo de las jóvenes voces que construyen un discurso libertario de la feminidad como trascendencia a partir del discurso poético, es la obra de Norys Saavedra que oscila entre la soledad del galope y la invocación a la lluvia, en la metáfora salobre del parir que es romperse para que se funde el paradigma nietzscheano de toda creación auténtica en la que hay que ser la parturienta y los dolores de la parturienta. Es gracioso que para reivindicar una voz auténticamente femenina recurra a la invocación de dos misóginos (Huidobro y Nietzsche), pero es precisamente en cierta misoginia que rompe con el paradigma de la mujer-objeto, de la mujer-contrato, donde se puede vislumbrar la imagen de la mujer libertaria, breve/ precisa/ como la flor suspendida/ del diente de león/ llevada por el aire.

En la voz de Norys Saavedra, memoria de los lugares silenciados por la historia masculina y dominante, se percibe la palabra fundadora de las y los indígenas que dieron a la palabra el lugar sincrónico de los conjuros y las invocaciones, sin dejar de pertenecer a su tiempo mestizo, en el que volver a los orígenes es también una forma de construir el futuro. Hay en la obra de Saavedra un equilibrio que muy pocos poetas logran, entre el vacío y el hechizo, entre el sonido de las bestias y el canto humano, por eso puede decir con toda sutileza: Te tengo/ con mi voz/ de ti, ya no eres/ pues,/ en sortilegios te pronuncio. No hay gritos ni de agonía ni de hilaridad en esta poesía, sino el ritmo pausado del susurro de las chamanas y los guardianes de la sabiduría, cuando cuentan historias circulares en las que no hay cabida para el enajenamiento del tiempo.

Juan Rulfo o Gabriel García Márquez nos enseñaron, en su momento, a ver lo universal en lo más profundo de nuestras comisuras como pueblos que se resisten al olvido, a perdonar muertos en estas áridas soledades. De allí que pueda decir que la mujer total, soñada por Huidobro, despertada en la conciencia histórica de una Kura Oqllo o de una María Cano, también sonríe al sol del Estado Lara, en lo más bello de nuestra amada Venezuela, trozo luminoso de la Patria Grande hecha de hilos de cocuiza en resistencia. Para ello, tiene una poeta, también mujer, que la dibuja y presiente entre el puño y el olvido.

Libro: Hilos de Cocuiza (Poesía 1998-2008).
Autor: Norys Saavedra Sánchez.
Editorial: Monte Ávila Editores, Colección Altazor.
Género: Poesía.

Año: 2009.

Desviaciones al margen de LITCHIS DE MADAGASCAR


Por: Fernando Vargas Valencia



Me han llegado noticias de Aquiles Cuervo como conjuros o sortilegios. Como las provocaciones de ciertas lejanías en las que quisiera situarme sólo un instante para ser el otro. El otro de las ubicuidades necias, el que se siente reflejado en un niño que recoge una flor amarilla en la escena de una película que nos lleva, en un relámpago de luces multicolores, a Bogotá, Buenos Aires y París. El reino de la noche que tiene por excusa, los litchis de Madagascar, los marañones de los tamboreros que se acercan a Dios cuando golpean la piel del chivo entre el Atrato y el Baudó: Es un sabor a litchis de Madagascar, es decir, un sabor agridulce a ucronía.

He oído de Aquiles Cuervo por su biógrafo, Alberto Bejarano. Una mitología o fundación poética que construye su propio teorema, un poema atravesado por el embrujo del cine. El teorema del otro radical, el extranjero en Europa, el latinoamericano en Europa, el colombiano en Colombia, aquel que asume su realidad como una forma de extranjería, de exilio, de desplazamiento forzado. La sensación de la ubicuidad es un proceso en el que la lucidez y el sueño, la maravilla y la torpeza, nos llevan a la máxima expresión de la ruptura de la relación humana, demasiado humana, entre el territorio y la identidad: el albergue.

Aquiles Cuervo lleva en su memoria la intuición de la des-territorialización, de allí que los símbolos radicales de su metáfora de lo ubicuo sean: la noche (la bonarense, la bogotana, la parisina) y el árbol que produce semillas luminosas, el mismo árbol elegido para el ritual de los ombligados de Ananse. Su exilio es una metáfora como es metáfora la masacre que obliga a los campesinos de Colombia o a los republicanos de España, a dibujar el cuerpo desnudo, la geografía testaruda, de su país del futuro, de su territorio soñado en lo lejano: “Ya está amaneciendo, aunque la noche siga tan instalada en el ambiente y en sus espíritus”.
De allí que pueda suponer que en Litchis de Madagascar, el árbol luminoso es la frontera entre el sueño y la muerte, la ya clásica fórmula del bueno de Nerval permite sospechar que la muerte es un nacimiento, la posibilidad de las continuidades míticas. De allí que podamos imaginar al tío Hernando o a Nicole en su renuncia a la carne y al carnaval de la vida, como aspiraciones a la conciencia: como ellos, tuvimos que renunciar a nuestros cuerpos para que alguien nos nombrara.

Afuera, las guerras sólo cambian de nombre y de lugar y el recuerdo de aquellos nombres, de aquellos lugares donde la guerra es la misma, aparece en Litchis como una música de alas. La ciudad es entonces el albergue del que huye de sí mismo, porque la guerra es el reflejo de las subjetividades yuxtapuestas, del exceso de corazones que laten tan fuerte que sólo escuchan el eco de sí mismos. En aquel albergue, la espera y la quietud son el cofre en el que se guardan las semillas cuya luz se apaga con el pasar del olvido, con las vidas disueltas, con las obsesiones del canalla, del voyou que no es sólo un hombre y su otro, como en la respiración asmática de Borges, sino que es un país entero: la imagen de un territorio en el que la ciudad es el espacio de las coincidencias y las obviedades, de los caminos que conducen al Imperio voyerista que goza de acusar de canallas a las naciones rebeldes.

Es allí donde podemos acercarnos a otra metáfora: la de las ojeras del habitante de los países rebeldes, como pesadillas recurrentes que envejecen al soñador. Así, los que nacemos en la guerra presuponemos una normalidad añorada, que es, efectivamente, lo desconocido, el misterio que goza con ser develado como los gatos de Baudelaire: añoramos la normalidad que no conocemos. Somos hijos del insomnio, porque tememos morir mientras dormimos. Así, soñamos (en la plenitud de la vigilia) con el pasado que nunca vivimos, que nos cuentan los sobrevivientes del presente y es entonces cuando el insomnio nos hace suponer que la normalidad es el futuro, la conciencia posible de lo que se nos presenta como destino: Hombres que se han hecho viejos esperando volver a una nación cada vez más lejana, jóvenes envejecidos por la espera de la noticia de la muerte del tirano.

Somos entonces, seres desdoblados. Las gitanas tienen el poder de verse a sí mismas desde fuera, como en el canto lúcido de Vallejo, todos sus huesos son ajenos. Las gitanas nos han heredado la posibilidad de escribir sobre nuestras vidas como misterios. Como el misterio o sortilegio de Aquiles Cuervo. De los litchis. De los relatos de héroes que pertenecen irremediablemente a seres anónimos, refundidos en la maleza de la historia escrita. De allí que pueda decir que la literatura no es, no puede ser ya, un escapismo: es un compromiso radical. De allí que la autoría sea un accidente y que el efecto de encontrarse frente a un espejo no puede ser un artificio o una falsa modestia sino la posibilidad de que lo auténtico pertenezca a la tradición o al lenguaje. Como la calle que nunca llevará tu nombre, ni el mío, ni el de Aquiles Cuervo: porque ha de ser una condena ver pasar una y otra vez a personajes etéreos como esta señora, y uno ahí, convertido en nombre de calle, sin poder escribir sobre lo que se ve.

La escritura no es, no puede ser, una simple manía, una compulsión o extravagancia. Yo la veo como una obsesión lúcida, como una necesidad existencial. Como una más de las caras de la memoria. Y como toda memoria, es también una forma, torpe pero auténtica, del poder en un sentido amplio: posibilidad de imaginar que hacemos parte de una comunidad que a su vez, nos imagina como iguales. ¿Iguales a qué? A lo inconmensurable, a lo que no tiene medida. Breve utopía de la evasión que se sorprende con la descripción de lo evadido. Evasión de las guerras y los pasados, evasión de las genealogías de nuestra propia vida, evasión de nuestro verdadero yo en tanto un nosotros, una gitana, una mujer desnuda, un anciano recluido en el Denise Grey. Evasión que en estos tiempos de imperios voyeristas y patrias canallas, parece haberse convertido poco a poco en nuestro Norte.

Libro: Litchis de Madagascar.
Autor: Aquiles Cuervo.
Editorial: El Fin de la Noche.
Género: Cuentos.
Año: 2011.

EN MI PECHO CUELGA UN HURACÁN: Reconociendo las siluetas de las voces


Por: Fernando Vargas Valencia


En mi pecho cuelga un huracán, más que la primera antología de poetas no videntes de Guayaquil, es de los más osados intentos que por estos lados de la tierra se conozcan para hacer visible lo invisible. Para ello, ha surgido desde la expresión más contundente de invocar lo otro: escuchándolo.

Como escribe David Veloz al decirnos: “reconozco las siluetas de las voces”, hay una forma de visión poética que trasciende la expresión lineal de los sentidos, por ello, esta antología nos enseña a conocernos a nosotros mismos cuando nos atrevemos a ver a través de la silueta de la voz del otro. Como sostiene uno de los poemas de Xavier González: “es mejor mirar/ con los ojos del alma/ que tener ojos/ y no mirar nada”.

El lector podrá encontrarse con una sed compartida, necesaria para estos tiempos en lo que lo líquido se espanta como un pájaro mudo. Verse reflejado en el otro, es un acto de la más profunda y radical humildad porque no existe la soledad en estos tiempos de ruidos indescifrables y necesitamos estar ciegos para revocar los gritos de quienes creen ver en nombre de nosotros.

Un poema de Juan Pino, nos recuerda esta sed del otro que trasciende nuestra mismidad: “no hablo de mis huesos ni de mi corazón, ni de mi sangre, y solamente quedas tú allá en la mar”.

El hombre que tiene sed, enceguece, y algún sentenciador atinará a decir: quien tenga manos que escriba. Y aún más: que acaricie lo escrito. Escribir no es pues una acción mecánica o colmada de las falsas lucideces de la razón.

Es un acto de entrega, como en el encuentro erótico. Quien escribe un poema revela su secreto, se desnuda. Y aquel que ha hecho de la caricia su mirada más radical lo podrá contemplar tocándolo. Estos poemas son cuerpos que nacen de la otra mirada, aquella capaz de conocer al otro acariciándolo.

Es así que un libro como este será apenas una búsqueda en medio de una falsa oscuridad, una invitación a tocarse a través del pecho colmado de huracanes que se deja revelar por el poema para cuya lectura se necesitarán siempre dos.

Libro: En mi pecho cuelga un Huracán, Primera antología de poetas no videntes de Guayaquil. Género: Poesía. Selección y prólogo: Augusto Rodríguez. Año: 2010. País: Ecuador.